A diario, vemos, o más bien, escuchamos múltiples sonidos (a veces ruidos) que acompañan nuestra rutina y que, de alguna manera, crean distintos efectos sobre nosotros: relajan, alteran, causan alegría, tristeza, nos aburren, los aborrecemos. Todo ese conjunto de armonías, ritmos y, por qué no, incluso disonancias, los hemos clasificado como música, la cual siempre ha acompañado a las diversas culturas en la historia de la humanidad.

Desde tiempos memoriales, la música ha significado una importante fuente de información sobre las diversas culturas que se han establecido sobre la faz de la Tierra. Un pueblo se significa a través de las diversas expresiones culturales, desde su música hasta su manera de vivir, todas ellas determinando su identidad dentro de la historia.

Es claro que la música nos ofrece un retrato de la sociedad en determinados momentos, nos muestra sus virtudes y carencias, las cuales han de expresarse en estas manifestaciones que llegan a ser desde sublimes hasta, en algunos casos, paupérrimas.

Los distintos ritmos, sonidos e instrumentos, y sus múltiples usos para rituales, fiestas y ceremonias, han sido una importante pieza para identificar a éstas. Además, ayudan a construir los posibles contextos en que se desarrollaron y su influencia en demás grupos.

Ya Aristóteles nos mencionaba que la música era la “gimnasia del alma”, lo que sólo puede resaltar aún más su importancia en los procesos históricos que han determinado diversas etapas tanto de apogeo como de escasez cultural, aparte de reflejar la imagen del hombre a través de los tiempos.

Sin más preámbulo, en este espacio utilizaremos esta visión para dibujar un rostro acerca de México, especialmente la etapa que abarca de la dictadura del Gral. Porfirio Díaz hasta el mandato del también Gral. Manuel Ávila Camacho. Destacaremos los principales hechos históricos ocurridos en este periodo y hablaremos sobre el impacto de la música en éste, sin olvidar de rescatar su legado histórico y su aportación a la reconstrucción de grandes momentos de la historia nacional.

Esperamos que este espacio sea útil para todo aquél que desee conocer esta importante herencia que, sin duda, nos transmite parte de la historia de México que no se halla en cualquier parte. ¡Bienvenidos!

Citado íntegramente de: http://www.juntadeandalucia.es/averroes/vertie/reflexiones/Europa2.htm

«Para la mayoría de los europeos la época comprendida entre 1871 y 1914 fue la Belle Époque. La ciencia había hecho la vida más cómoda y segura, en un principio el gobierno representativo había conseguido una gran aceptación y se esperaba con confianza el progreso continuo.

Orgullosas de sus logros y convencidas de que la historia les había asignado una misión civilizadora, las potencias europeas reclamaron enormes territorios de África y Asia para convertirlos en sus colonias. No obstante, algunos creían que Europa estaba al borde de un volcán. El novelista ruso Fiódor Dostoievski, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, el psiquiatra austriaco Sigmund Freud y el sociólogo alemán Max Weber advirtieron sobre el optimismo fácil y rechazaron la concepción liberal de una humanidad racional. Tales presagios comenzaron a parecer menos excéntricos a la luz de las dudas contemporáneas que suscitaba el consenso liberal. Un nuevo y virulento brote de antisemitismo surgió en la vida política de Austria-Hungría, Rusia y Francia; en la cuna de la revolución, el caso Dreyfus amenazó con derribar la Tercera República.

Las rivalidades nacionales se exacerbaron por la competición imperialista y el problema de las nacionalidades en la mitad húngara de la Monarquía Dual se intensificó debido a la política de magiarización del gobierno húngaro y la influencia de las unificaciones alemana e italiana en los pueblos eslavos.

Mientras, la clase trabajadora industrial crecía en número y fuerza organizada, y los partidos socialdemócratas marxistas presionaban a los gobiernos europeos para equiparar las condiciones y las oportunidades de trabajo. El emperador Guillermo II de Alemania apartó de su lado a Bismarck en 1890. Durante dos décadas, el ‘canciller de hierro’ había servido como el «honesto corredor de bolsa» de Europa, al realizar con gran destreza una asombrosa política de alianzas internacionales que permitieron el mantenimiento de la paz en el continente. Ninguno de sus sucesores poseía la habilidad necesaria para preservar el sistema de Bismarck, y cuando el emperador incompetente desechó la realpolitik en favor de la weltpolitik (la política imperial), Gran Bretaña, Francia y Rusia formaron la Triple Entente.

Las guerras mundiales
El peligro alemán, junto a la rivalidad entre Rusia y Austria en los Balcanes, implicaba una actividad diplomática que presentaba dificultades demasiado grandes para los mediocres funcionarios que dirigían los ministerios de Asuntos Exteriores europeos en la víspera de 1914. Cuando el terrorista serbio Gavrilo Princip asesinó al archiduque austriaco Francisco Fernando de Habsburgo el 28 de junio de 1914, no hizo sino encender la mecha del barril de pólvora sobre el que se asentaba Europa.

La I Guerra Mundial
El entusiasmo con que los pueblos europeos saludaron el estallido de las hostilidades pronto se convirtió en horror cuando las listas de bajas aumentaron y los objetivos limitados se volvieron irrelevantes. Lo que se había proyectado como una breve guerra entre potencias, se convirtió en una lucha de cuatro años entre pueblos. En las últimas semanas de 1918, cuando finalmente terminó la guerra, los imperios alemán, austriaco y ruso habían desaparecido, y la mayor parte de una generación de jóvenes murió. El que el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, fuera la principal figura de la conferencia de paz de París (1919) demostró ser una señal de lo que estaba por llegar. Decidido a convertir el mundo en un lugar «seguro para la democracia», Wilson había implicado a Estados Unidos en la guerra contra Alemania en 1917. Mientras proclamaba su llamada a una Europa democrática, Lenin, el dirigente bolchevique que en el mismo año se hizo con el poder en Rusia, llamaba al proletariado europeo a la lucha de clases y sentaba las claves ideológicas de la revolución socialista. Ignorando ambas premisas ideológicas, Francia y Gran Bretaña insistieron en una paz con reparaciones económicas, y Alemania, Austria, Hungría, Bulgaria y Turquía fueron obligados a firmar tratados que no tenían nada que ver con sueños mesiánicos.

El periodo de entreguerras
 En las postrimerías de la catastrófica guerra y de una epidemia de gripe que provocó veinte millones de muertos en todo el mundo, muchos europeos creyeron, junto al filósofo Oswald Spengler, que eran testigos de la ‘decadencia de Occidente’. Por supuesto, aún podían encontrarse signos de esperanza: se había fundado la Sociedad de Naciones y se decía que en el este y el centro de Europa había triunfado el principio de la autodeterminación. Rusia se había liberado de la autocracia zarista y Alemania se había convertido en una república. No obstante, la Sociedad de Naciones ejerció poca influencia, y el nacionalismo continuó siendo una espada de doble filo. La creación de Estados nacionales en Europa central llevaba consigo necesariamente la existencia de minorías nacionales, porque la etnicidad no podía ser el único criterio para la construcción de fronteras defendibles. Los zares habían sido reemplazados por los bolcheviques, que rechazaron reconocer la legitimidad de cualquier gobierno europeo. Lo más importante fue, quizás, que el Tratado de Versalles, al establecer que existía un culpable de la guerra, había herido el orgullo nacional alemán, mientras que los italianos estaban convencidos de que les habían negado su parte legítima del botín de posguerra.

Benito Mussolini, al explotar el descontento nacional y el temor ante el comunismo, estableció una dictadura fascista en 1922. Aunque su doctrina política era vaga y contradictoria, se dio cuenta de que, en una época en la que la política dirigida a las masas estaba en pleno auge, una mezcla de nacionalismo y socialismo poseía el mayor potencial revolucionario. En Alemania, la inflación y la depresión dieron a Adolf Hitler la oportunidad de combinar ambas ideologías revolucionarias. A pesar de su nihilismo, Hitler nunca dudó de que el Partido Nacional Socialista Alemán era el vehículo prometido a su ambición. Por su parte, el sucesor de Lenin, Stalin, subordinó el ideario internacionalista de la revolución al concepto de la defensa de la patria rusa, y al proclamar ‘el socialismo en un único país’, erigió un aparato gubernamental jamás igualado en omnipresencia.

La crisis española desembocó en el destronamiento pacífico de la monarquía, tras las elecciones municipales de 1931. Pero la República fue contestada desde sus inicios por las fuerzas conservadoras y los sectores más radicales del anarcosindicalismo; los poderes fácticos, la Iglesia y los terratenientes, provocaron con sus continuos vetos y obstáculos gravísimos enfrentamientos políticos y sociales. En 1936 estalló una cruenta guerra civil, que dividió de inmediato a la opinión pública en todo el mundo. Acabó en 1939 con el triunfo del general Francisco Franco, que había tenido el apoyo decisivo de Hitler y Mussolini.

La II Guerra Mundial
Al afrontar la creciente beligerancia de estos estados totalitarios y el confirmado aislamiento de Estados Unidos, las democracias europeas se encontraron a la defensiva. Bajo el liderazgo de Neville Chamberlain, Gran Bretaña y Francia adoptaron una política de apaciguamiento, que sólo fue abandonada tras la invasión alemana de Polonia el 1 de septiembre de 1939. Cuando la II Guerra Mundial comenzó, las rápidas victorias del ejército alemán persuadieron a casi todos, excepto a Winston Churchill, de que el ‘nuevo orden’ de Hitler era el destino de Europa. Pero después de 1941, cuando Hitler ordenó el ataque a la Unión Soviética y los japoneses bombardearon Pearl Harbor, soviéticos y estadounidenses se unieron a Gran Bretaña en un esfuerzo común para obligar a Alemania a rendirse incondicionalmente. El rumbo de la guerra cambió en 1942 y 1943 y tras el desembarco y la batalla de Normandía, Alemania y sus restantes aliados sucumbieron al final de una terrible lucha en los frentes oriental y occidental. En la primavera de 1945, Hitler se suicidó y una Alemania arrasada se rindió a las potencias aliadas.»

Durante un periodo de 34 años, de 1976 a 1910, México fue gobernado por el Gral. Porfirio Díaz, sólo interrumpido de 1880 a 1884 donde gobernó Manuel Gonzállez, amigo de Díaz. Esta etapa se caracterizó por la modernización del país a costa de lo que fuese, fungiendo como principios el orden y el progreso, bases de la ideología positivista del francés Augusto Comte.

Rodeado del llamado grupo de los “Científicos”, Díaz llevó al país a un gran desarrollo de la industria basado, en gran parte, en la inversión extranjera. Díaz también logró establecer un periodo de paz tras los continuos conflictos que afectaron a México durante la mayor parte del siglo XIX. También floreció la cultura y la ciencia en su mando.

Cabe destacar que, como mencionamos al principio, este desarrollo se produjo sin importar el cómo, lo que claramente se reflejó en clase trabajadora, la cual padeció horarios laborales excesivos y salarios que no sustentaban sus necesidades.

Además, la clase media emergente, producto del fruto de la influencia positivista del gobierno de Díaz y que poseía el deseo de incorporarse a la administración política del país,  no tenía acceso a estos cargos, ocupados por gente que acompañó durante gran parte de la dictadura a don Porfirio.

Varios de estos reclamos e inconformidades fueron expresados en la prensa nacional, la cual fue reprimida por el poder, así como algunos levantamientos de obreros que reclamaban mejores salarios y menos horas de trabajo. Existió una gran brecha entre pobres y ricos, que tarde o temprano reventaría.

Fue así como en 1910, bajo el estandarte de “Sufragio efectivo, no reelección», Francisco I. Madero se levantó en contra del gobierno porfirista. Madero era parte de esta clase media burgués que con ideas liberales buscaba formar parte de la vida política del país. Díaz abandonó el poder en 1911, y Madero fue electo presidente en noviembre de ese año, terminando de esta manera el Porfiriato, ya iniciada la Revolución.

Al levantarse en armas Madero, lo secundan otros movimientos en distintas partes del país, con Emiliano Zapata en el sur y Francisco Villa en el norte, También los hermanos Flores Magón se habían expresado en contra de Díaz a través de la publicación de Regeneración y de El Hijo del Ahuizote.

Así, al ser asesinado Madero en 1913, Victoriano Huerta usurpó la presidencia, lo que causó que el país se bañara de sangre por los constantes enfrentamientos entre las distintas fuerzas revolucionarias. Estos conflictos duran hasta en 1917, cuando  Venustiano Carranza se reúne a las diversas fuerzas a formar la Constitución que actualmente rige al país.

En 1918, Carranza es asesinado y Adolfo de la Huerta ocupa el interinato en la presidencia. Convoca a elecciones un año después y queda electo presidente Álvaro Obregón, cuyo mandato se da de 1920 a 1924. Con Obregón, el país inicia una etapa de institucionalización y de reconstrucción de un nuevo equilibrio.

En 1924, Plutarco Elías Calles sigue la línea implantada por Obregón durante su periodo, hasta que, en 1928, Álvaro Obregón fue elegido nuevamente presidente. A Calles y varios miembros del gobierno no les pareció bien ya que iba en contra de los ideales de la Revolución, por lo que fue asesinado ese mismo año y Emilio Portes Gil ocupó el interinato, comenzando así la etapa del Maximato.

Este periodo se caracteriza por el control de Calles sobre los sentados en la silla presidencial  de 1928 a 1934, que fueron Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez, todos ocupando cargos de dos años. El Jefe Máximo de la Revolución, como era conocido Calles, dirigió indirectamente al país a través de los ya mencionados personajes.

Esta etapa termina al llegar el Gral. Lázaro Cárdenas al poder, quien exilia a Calles y ejerce su gobierno de manera libre. Cárdenas maneja al Estado fortaleciéndolo como árbitro en los conflictos sociales y empleándolo como director de una economía política. Durante este periodo, se da la creación sindicatos y organizaciones de obreros, campesinos y de sectores populares.

Esto cambia radicalmente con el Gral. Ávila Camacho, quien con su proyecto de Unidad Nacional, reprime los movimientos sociales y controla indirectamente varios sindicatos y organizaciones para mantener la paz en el país.

Como sabemos, el romanticismo es una corriente artística que desafía los cánones clásicos del arte, en el cual se luchó por lograr una creación artística libre que diera cauce a los sentimientos humanos y a la inspiración del autor, es decir, sin respetar las reglas de composición que tenía prescritos el periodo clásico.

Este movimiento intentaba motivar la creatividad del artista originando que su obra no siguiera los parámetros de lo clásico. Así, los temas del arte se dirigieron hacia lo exótico, lo mágico, lo irreal, lo inalcanzable.

En la música, este movimiento es tardío en comparación con otras artes como la literatura o la pintura. Se busca reinventar la música desde sus cimientos basándose  en sentimientos y emociones; busca una expresión más apasionada. La música se convierte para algunos románticos en el único homenaje que puede apoderarse del mundo sepultado en el que se vivía.

Los principales géneros musicales fueron la sinfonía, el lied y la música dramática. Se conservaron las estructuras formales del clasicismo y se otorgaba una dimensión proporcional a la amplitud de las ideas humanas, con el fin de que la música transmitiese su contenido.

Tanto en la música como en la literatura y la pintura, hay constantes referencias a lugares exóticos maravillosos, seres fantásticos, la naturaleza misteriosa, antiguas leyendas; pero, a diferencias de éstas, la música ocupa un lugar de honor en este periodo al ser la más abstracta e intangible de las artes.

La música del romanticismo evoluciona la armonía clásica a través de la exploración de muchos cromatismos (alteraciones); asimismo, la melodía es el principal vehículo para la expresión de los sentimientos y pierde las características clásicas de simetría y equilibrio.

Además, en conexión con el auge de los nacionalismos, la música nacionalista utiliza las características anteriores en conjunto con ritmos, melodías y armonías de la tradición de su país con el fin de afirmar el espíritu de su nación.

Las características de esta etapa de la música son:

  • Abundancia de alardes técnicos y virtuosismo.
  • Melodías bellas y apasionadas. A veces poseen la incorporación de giros melódicos procedentes de la música tradicional o popular.
  • Empleo muy flexible del movimiento y la pulsación, que provocan una sensación de vaivén.
  • Gran utilización de efectos dinámicos.
  • Armonías enriquecidas con cambios constantes de tonalidad.
  • Aumento de posibilidades tímbricas.
  • Las formas llegan a tener una de gran duración y se aplican de manera más libre, esto permite una mayor fantasía y espontaneidad.

La unión de estas características da una música de carácter muy marcado y de gran potencia expresiva.

Durante el siglo XIX, el instrumento más importante de este movimiento es el piano, capaz de expresar las cualidades más buscadas por los románticos: brillantez e intimidad. Además, se da la invención del saxofón por Adolphe Sax.

La orquesta romántica

En el desarrollo de esta corriente, la orquesta crece en proporciones y en variedad de instrumentos con respecto a la del clasicismo. Se introducen instrumentos como el flautín, el corno inglés y el contrafagot, y la tuba se convierte en el instrumento más grave de viento metal. La sección de percusiones aumenta.

Se dan distintas formas a la orquesta para proyectarse:

-El concierto: forma instrumental para orquesta e instrumento solista (normalmente piano o violín). Tiene tres movimientos: rápido-lento-rápido. El primero tiene forma de sonata.

-La sinfonía: gran sonata para orquesta de cuatro movimientos. En el siglo XIX se inventa la sinfonía programática que narra una historia.

-El poema sinfónico: a diferencia de la sinfonía pragmática, tiene solamente un movimiento. Se inspira en elementos poéticos y descriptivos. El creador de este género fue Franz Liszt.

En lo que refiere a la música vocal, destaca el lied, que es una composición para voz solista con acompañamiento generalmente de piano, de corte íntimo y estilo refinado, cuyo distintivo principal es la compenetración de poesía y música. Schuber y Schumann compusieron importantes ciclos de lieder.

También destaca la ópera italiana, donde se desarrolla el Bel Canto,  expresión que se refiere a las cualidades que debía poseer un buen cantante: hermosa melodía, emisión limpia de la voz, etcétera; encontró sus máximos exponentes en Rossini, Bellini, Donizetti y Verdi.

Otra tendencia la podemos ver en la ópera alemana, con Richard Wagner, quien la concebía como “la obra de arte total” en la que todo tiene importancia: música, teatro, poesía. Destaca el leitmotiv, elemento musical que se asocia a determinados personajes, objetos, pensamientos o lugares.

La danza de salón: el vals.

Publicado: diciembre 13, 2011 en Uncategorized
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La danza de salón es considerada la más popular del siglo XIX. Su origen no está claro. Parece provenir de las danzas campesinas del sur de Alemania y Austria. A mediados del XIX se puso de moda el vals vienés, ésta se vio estimulada por el trabajo de compositores como Joseph Lanner y especialmente la familia Strauss; esta dinastía iniciada por Johan Strauss, quien le cedió la estafeta al máximo exponente Johan Jr.

Los  primeros valses estaban formados por dos periodos de ocho compases repetidos. Poco a poco las danzas se hicieron más largas, surgiendo una forma que comprendía introducción y coda, una de las características de los valses del siglo XIX.

El vals ha formado parte de la composición de muchos de los más importantes compositores del periodo clásico en adelante: Mozart, Beethoven, Shubert, Chopin, Liszt, Tchaikovsky, entre otros; que lo entendieron frecuentemente de forma evocadora y estilizada. Otros incluyeron en formas  vocal y dramática: Richard Strauss los utilizó de forma anacrónica para simbolizar la Viena del siglo XVIII en El caballero de la rosa.  Unos años después, en el primer cuarto del siglo XIX, Strauss, evocaba toda una sociedad que terminó con la Primera Guerra Mundial. Tras el conflicto, la influencia estadunidense hizo que se acuñará el término english waltz, que se volvió popular en 1910 y se considera derivado del género de vals Boston, importado de Estados Unidos en la década de 1870; se  conoce  como vals o vals inglés y se bailaba deslizándose sobre la pista; este vals vino a sustituir al vienés como baile de salón.

«sobre las olas» Juventino Rosas

Bien se sabe que una cultura rica tiene influencia de otras; es decir, que tiene un constante intercambio cultural que le permite continuar vigente. A partir de la Conquista, México ha tenido una relación estrecha con Europa a través de España hasta la Independencia, y más tarde fue influido por Francia tras la intervención de esa nación en nuestro país, con el imperio de Maximiliano de Hasburgo. Más tarde, durante el Porfiriato, el país se ve bañado de la ideología positivista del francés Augusto Comte, ya que Porfirio Díaz utiliza esta línea para ejercer su gobierno. Esto, por supuesto, también afecta a las artes, incluida la música.

En las siguientes entradas, veremos la influencia del estilo europeo en la música mexicana, sobre todo en la de culto, como la de salón y de cámara, creando un estilo propio como lo hiciese Juventino Rosas. Además, descubriremos el nacimiento de varios géneros locales que proporcionan identidad a la música mexicana, sin olvidar que algunos de ellos también fungen la función de servir como memoria histórica al documentar varios hechos y acontecimientos.

Un síntoma tangible de la música mexicana a finales del XVIII, principios de XIX, fue el predominio casi absoluto de la Iglesia sobre este campo de las artes. Sin embargo, esto terminaría simultáneamente con el fin de la época colonial: la decadencia de la liturgia musical de la Iglesia reflejó el debilitamiento de su fuerza política y social. En la última fase del gobierno virreinal,  la Iglesia había perdido totalmente  su misión cultivadora en el dominio musical; los músicos comenzaron a rebelarse contra las doctrinas estéticas y, en menos de medio siglo, su carácter había cambiado: la ópera se había vuelto de estilo italiano.

A pesar de que la fundamentación estética del nuevo estilo era todavía objeto de discusiones apasionadas, ya se había impuesto a lo largo de la práctica musical. La técnica de composición del bajo continuo no tenía secretos para los músicos mexicanos, esto, según Otto Mayer Serra, lo demuestran, entre otros testimonios, el Archivo de Morelia. La figura europea más influyente de los primeros decenios del XIX fue Haydn; a finales del siglo precedente, ya eran conocidas las obras instrumentales de estilo clásico, como sinfonías de Boccherini, de Haydn, Pleyel, y varias obras de música de cámara. En ese entonces, el cultivo de esta última no era muy intenso. El nombre de Mozart se mencionó sólo en contadas ocasiones. El último standard de la música europea fue representado en México, hasta 1820, por el nombre y la obra de Haydin.

La mayoría de los músicos antes de la colonia eran funcionarios de la Iglesia. Ésta hizo guardar una evolución análoga con la música europea, gracias a la universalidad de su organización internacional. Fue el hilo que vinculó  los dos continentes en materia musical que, si bien, pudo  haber sido muy delgado, el sólo hecho de la existencia de numerosas composiciones de los grandes polifonistas clásicos, italianos y españoles en el Archivo musical de la Catedral, es prueba suficientemente para confirmar  que durante la época colonial, la Iglesia evitó un retraso sensible de la práctica musical en México en comparación con la europea.

Sin embargo, el retraso se produjo en el instante en que los músicos se convirtieron en “artistas libres” y tuvieron que basar su existencia económica y artística en las nuevas exigencias estéticas de la  sociedad burguesa. Con esto entramos a una nueva etapa no sólo en México, sino en todo el mundo: la “llegada del liberalismo burgués”. Éste modificó las relaciones entre músico y consumidor de una manera radical.  Dio al artista una nueva libertad ante  la Iglesia, que significó  su emancipación espiritual, el descubrimiento de su nueva personalidad y el anhelo de plasmar artísticamente  sus emociones individuales; sin embargo, tuvo que someterse a las leyes implacables de la competencia y de la división de trabajo.

Este cambio mundial de orden social, político y económico, permitió la posibilidad para las clases  bajas de ascender en la escala social e ingresar en una superior. Así, con la fluctuación constante, se terminó con la unificación del criterio estético del consumidor de música: “este criterio se basó, hasta entonces, en una apreciación de la hechura técnica de la obra musical y en cuanto ésta correspondiera a las normas en uso y cumpliera con su función social” 1. A partir de mediados del siglo XIX,  fue sustituido por lo que se llama “gusto musical”. Esta transformación del criterio estético fue la consecuencia lógica de la nueva función social de la música, la cual, de factor colectivo y utilitario, se había convertido en un elemento de puro esparcimiento. Así, la música de salón había llegado a México.

La corriente “salonesca”  tuvo una importancia extraordinaria para la vida musical moderna; más adelante evolucionó hacia la música de divertimiento en general (con ramificaciones en la música militar, la de los cafés, la opereta, la zarzuela, la bailable y, últimamente, el jazz) y sus características musicales dividieron el gusto de la mayoría social. Con esto se fraccionó la producción musical en dos categoría de distinta altura e influyó de manera notable sobre la posición del compositor dentro de la sociedad: “aprendió a considerarla como su enemigo mortal, contra cuya intolerancia, desconfianza, indiferencia y hostilidad estuvo condenado a luchar con todos los medios a su alcance”2. Por lo tanto, constituyó en primer término un baluarte contra cualquier progreso innovador.

La música de divertimiento tiende a perpetuar en cada caso los elementos básicos de la tradición musical,  a conservarlos en su forma más fácilmente accesibles y en sus formas más sencillas. Así, la música de salón explotó hasta el hastío: el lenguaje armónico del clasicismo, basado en una fórmula cadencial con su acompañamiento confiado a la mano izquierda, de un esquematismo invariable. Las formas musicales que se conservaron inalterablemente a lo largo de todo el siglo XIX fueron la danza (polcas, mazurcas, redowas, schottisch, valses, contradanzas, cuadrillas, etc.); el popurrí, la pieza “de carácter””, la pieza de color “exótico” y la marcha militar; todas abundan en la producción musical del siglo XIX. Habían sido creadas o dignificadas por los compositores románticos de alta categoría, hasta que se convirtieron en bienes culturales de nivel decaído que iba a vegetar y sobrevivir en las clases inferiores durante muchos decenios, cuando la música de todo el mundo ya había experimentado toda una serie de transformaciones.

Los temas escritos durante este periodo tienen una inspiración europea y una técnica de imitación sobre los moldes italianos, franceses y alemanes. Aparte de una corta floración de óperas realizadas por autores mexicanos, el principal campo musical mexicano fue la producción para piano.  A pesar de no llegar a un estilo propio, la escuela pianística tuvo una importancia determinante para la evolución histórica, pues era el único elemento de tradicional en la música del siglo XIX que conduce en línea recta, con personajes como Felipe Larios, Tomás León, Melesio Morales, Julio Ituarte, Ricardo Castro, con una ramificación muy importante en Felipe Villanueva y Ernesto Elorduy, los compositores de la “danza” para piano.  Con estos últimos está relacionado, tanto estilísticamente como de manera espiritual, la primera gran figura del moderno nacionalismo musical: Manuel. M. Ponce.

Mientras tanto,en Europa, el género “salonesco” tuvo la función de categoría inferior a la gran música romántica. Dicho género constituyó  la única forma de expresión musical. Toda esa producción se inició en el decenio de la muerte del último representante del clasicismo vienés en México: Elízaga (m. 1842) y se extendió hasta los principios del siglo XX. Pero, a partir de Melesio Morales, se  observa una tendencia marcada por las transcripciones de óperas y por los títulos románticos. El aspecto más interesante  de todo el género es el aspecto técnico. Su virtuosismo pianístico, en realidad, es sumamente rudimentario y, por lo tanto, no lo afecta las innovaciones de los grandes románticos  europeos. Las  ornamentaciones virtuosas que utilizaron los compositores mexicanos no llegaron a las combinaciones dificultosas de los Gottschalk y Thalberg, dignificadas en la escritura pianística de Liszt, sino  que se atuvieron  más bien a las formulas sencillas de los Asher, Sidney, Smith, Wallace, Hünten, Henri Herz y Labitzki, cuyas obras fueron muy difundidas en México.

En general, las obras creadas por la escuela pianística mexicana son, hasta tal punto, parecidas entre sí, que sería difícil hablar de un estilo personal de alguno de sus representantes.  Sin embargo, Melesio Morales es la excepción. Él fue quien más hábilmente asimiló  la música de salón europea, pero sin evolucionar.  El estilo uniforme se convirtió en un elemento retrogrado, conservador e incluso reaccionario, de  efecto nocivo para el progreso musical en México.  Este estancamiento no habría existido  si se hubiera introducido en México el estilo concertante con anticipación de medio siglo. Sólo un hombre lo intentó, Aniceto Ortega, quien murió en 1975. “Él fue el más despierto de los compositores de su generación con la auténtica inquietud del creador y una visión elevada de las posibilidades futuras que ofrecía el arte de su país”3. Si se puede hablar de que hubo un romanticismo musical en México, Aniceto Ortega es el más genuino exponente; sin embargo, fue olvidado.

Los altibajos de la música en México y su aparente inferioridad en comparación con la europea, se explica por el hecho de que no solamente no existía una capa lo suficiente amplia de élite social que consumiera música, sino que la sociedad y la cultura del México independiente no contaban con una tradición  en qué basarse para desarrollar sus propios medios de expresión. En México, se presenció un proceso de destrucción continua y sustitución de culturas, en lugar de un crecimiento y una evolución de un periodo a otro. Con la Independencia, durante el primer cuarto del siglo, las nuevas fuerzas progresivas, por un lado, se encontraron ante un vacío, y por el otro, se empeñaron a romper toda relación espiritual o ideológica con los vestigios del sistema colonial, el cual, no construyó a la formación de un patrimonio cultural autóctono.

1 Mayer S. (1941) Panorama de la Música Mexicana. Colegio de México. México. pág. 69

2 Ibídem pág. 71

3 Ídem pág. 88

Concierto para piano (mov.2) de Manuel M. Ponce

«Ildegonda» de Melesio Morales

En 1875, una sublevación militar pone fin a la etapa liberal, con la instauración de una dictadura represiva apoyada por los terratenientes, que termina hasta 35 años después con el estallido de la primera revolución del siglo XX: la Revolución Mexicana en 1910, que cierra un siglo de caos político en México.

Todos estos avatares de la historia mexicana incidieron profundamente en la conformación de la cultura nacional y dejaron marcada su huella en la música: bajo la influencia de los inmigrantes alemanes, para cuya vida musical los instrumentos de aliento ocupan un lugar preponderante, surgieron bulliciosos grupos instrumentales de clarinetes, trompetas, saxofones, redoblante y bombo: la tambora, creando géneros de música que subsisten hasta la fecha.

Habitantes de Europa Central, que llegaron a México para participar en la construcción de los ferrocarriles, heredaron a la región norte del país el acordeón y los alegres ritmos que se generalizaron en esa zona: la redova, la polka y el chotís. En tanto, la alta sociedad se recreaba en la llamada música de salón, con obras de esquisitez poética: mazurkas, minuetos y danzas diversas, entre los que destaca el vals, ritmo este que las regiones de la costa sur del Pacífico, acogen con gran identificación expresiva.

Tras la caída de la dictadura y el inicio de la Revolución en 1910, se suceden años de luchas intestinas en las que participan las clases medias, los obreros y los campesinos; pero en 1919, tras el asesinato del revolucionario líder agrarista Emiliano Zapata, la burguesía asume el poder.  En la música de arte algunos cantantes de ópera y pianistas destacaban en el Viejo Continente; y surgieron compositores del Romanticismo, entre quienes se encuentran Ricardo Castro y Manuel M. Ponce.

Como canción popular, el antiquísimo corrido adquiere su mayor auge a partir de la Revolución Mexicana, ya que por su carácter narrativo es un útil instrumento de comunicación que describe las lides, las escenas de campaña, los éxitos y derrotas del soldado y su inseparable mujer, la soldadera; el forajido, la cotidianidad de los pueblos, las costumbres lugareñas, etcétera. Como género bailable popular se impone el jarabe, una especie de suite conformada por varios sones. Originalmente se acompañaba por bandurrias y guitarras y algunas veces con arpa, violín y una especie de bandola; pero actualmente los sones se acompañan con mariachi.

La península de Yucatán ha aportado la canción yucateca. Su desarrollo, a principios del siglo XX, fue producto del rico ambiente literario y musical que se vivía en sus ciudades, donde se acostumbraba la serenata y las veladas literarias; y cantar a dueto acompañándose con la guitarra se convirtió en un verdadero arte popular. Con toda la costa oriente de Yucatán mirando hacia el Caribe, la poesía lírica se combinó con los ritmos sensuales de las Islas Antillanas y de otros países caribeños del continente.

El bolero, el bambuco y la clave son candentes ritmos llegados a la Península de Yucatán; asimilaron la esencia mexicana adquiriendo una sonoridad melancólica, dulce y de muy alta expresividad. Según iba evolucionando la canción yucateca, fue compuesta para dos voces, con dos distintas melodías y, en algunos casos, dos distintos textos cantados al mismo tiempo.

Según la versión histórica tradicional, hay dos México: el anterior a la Revolución y el que nació a partir de ella. Pero algunos estudios históricos recientes muestran que, en varios aspectos, un nuevo país empezó a surgir antes del conflicto armado de 1910. El largo periodo histórico de más de tres décadas dominado por Porfirio Díaz fue, a pesar de sus conflictos y desaciertos, una etapa de desarrollo económico, social y cultural que sentó las bases para el surgimiento de un México moderno, vinculado con otros países europeos y americanos. Esta apertura internacional fue fundamento de un desarrollo cultural y musical que se nutrió de nuevas tendencias cosmopolitas y empezó a superar las inercias del estancamiento.

Son varios los indicios históricos que muestran que la música de concierto empezó a cambiar a partir de 1870. Si bien la tertulia y el salón románticos continuaron siendo entornos propicios para la música íntima y se reafirmó el gusto social por la música escénica (ópera, zarzuela, opereta, etc.), se percibe un cambio gradual en las tradiciones de componer, interpretar y difundir la música. En el último cuarto del siglo XIX se consolidó la tradición pianística mexicana (una de las más antiguas de América), se desarrolló la producción orquestal y la música de cámara, se reincorporó la música folklórica y popular a la música profesional de concierto y se produjeron nuevos repertorios más ambiciosos en forma y género (para trascender las danzas y piezas breves de salón). Los compositores se aproximaron a nuevas estéticas europeas para renovar sus lenguajes (francés y alemán), y se inició o continuó la creación de una infraestructura musical moderna que más tarde se escucharía en teatros, salas de música, orquestas, escuelas de música, etc.

El nacionalismo musical mexicano surgió a partir del impacto social y cultural de la Revolución. En diversos países de América Latina los compositores emprendieron la indagación de un estilo nacional hacia la mitad del siglo XIX. La búsqueda de identidad nacional en la música comenzó con un movimiento indigenista romántico en Perú, Argentina, Brasil y México, basado en símbolos prehispánicos atractivos para la ópera. El compositor mexicano Aniceto Ortega (1823-1875) estrenó su ópera Guatimotzin en 1871, sobre un libreto que presenta a Cuauhtémoc como un héroe romántico.

A fines del siglo XIX y principios del XX se percibía ya un claro nacionalismo musical en México y sus países hermanos, influido por corrientes nacionalistas europeas. Este nacionalismo romántico es resultado de un proceso de “criollización” o mestizaje musical entre las danzas de salón europeas (vals, polka, mazurka, etc.), los géneros vernáculos americanos (habanera, danza, canción, etc.) y la incorporación de elementos musicales locales, expresados a través del lenguaje romántico europeo dominante. Entre las óperas románticas nacionalistas están El rey poeta (1900) de Gustavo E. Campa (1863-1934) y Atzimba (1901) de Ricardo Castro (1864-1907).

Las ideas estéticas de los compositores nacionalistas románticos representaban los valores de las clases media y alta de la época, en concordancia con los ideales del romanticismo europeo (elevar la música del pueblo al nivel de arte). Se trataba de identificar y rescatar ciertos elementos de la música popular y revestirlos con los recursos de la música de concierto. La numerosa música de salón publicada durante la segunda mitad del siglo XIX ofrecía arreglos y versiones virtuosísticas (para piano y guitarra) de los famosos “aires nacionales” y “bailes del país”, mediante los cuales se introdujo la música vernácula a las salas de concierto y al salón familiar, con un aspecto presentable para las clases medias. Entre los compositores mexicanos del siglo XIX que contribuyeron a la búsqueda de una música de carácter nacional están Tomás León (1826-1893), Julio Ituarte (1845-1905), Juventino Rosas (1864-1894), Ernesto Elorduy (1853-1912), Felipe Villanueva (1863-1893) y Ricardo Castro. Rosas se hizo famoso a escala internacional con su vals (Sobre las olas, 1891), mientras Elorduy, Villanueva y otros cultivaron la sabrosa danza mexicana, basada en el ritmo sincopado de la contradanza cubana, origen de la habanera y del danzón.

Biografías: Felipe Villanueva y Ricardo Castro
Biografías: Tomás León y Ernesto Elorduy

“México lindo y querido,  si muero lejos de ti”.

Amado Nervo (poeta, novelista y ensayista mexicano :1870-1919) dijo alguna vez que “sólo hay tres voces dignas de romper el silencio: la de la poesía, la de la música, y la del amor”.

La música es una de las mayores expresiones artísticas creadas por el hombre. Todo pueblo tiene un canto, un sonido o un poema que refleja parte de su folclor, tradiciones, historia e idiosincrasia.

La música proporciona identidad. Sin importar que nos guste el rock, el pop, la salsa o el reggaetón, es inevitable no sentir como se nos detiene el corazón cuando de repente escuchamos  sonar en la lejanía “Caminos de Guanajuato” de José Alfredo Jiménez.

Cicatrices, sonrisas y romances de una cultura. Estados Unidos tiene el country, los países del centro de Europa la polka y la nación del sol naciente tiene el Min’yō.

En la delta de Misisipi, los cantos de dolor de los antiguos esclavos africanos se convirtieron en la base de gran parte de la música popular de la actualidad.

Los momentos de sufrimiento y dolor suelen ser el caldo germinal de las manifestaciones artísticas. Para reír hay que haber llorado antes. No se puede concebir la felicidad si la tristeza nunca se ha apoderado antes de uno.

México es un país con numerosas cicatrices, marcado por guerras, conquistas, invasiones extranjeras y emperadores fusilados.  La primera mitad del siglo XX, bajo el trasfondo de una sangrienta y larga guerra civil, la nación del águila y la serpiente vivió un enorme florecimiento cultural y artístico que aún hoy en día forma parte del ideario nacional e internacional.

De las Barrancas del Cobre al Cañón del Sumidero, pasando por los volcanes del Anáhuac y los envalentados agaves del Bajío, México es un prisma cultural en el que, a pesar de que todos sus habitantes pertenecen una misma nacionalidad, hay una inmensa variedad de colores, sabores, olores y sonidos.

En un país con una masiva extensión territorial y diversas composiciones étnicas y raciales. El corrido, el huapango, el son jarocho y las rancheras nos dicen más del propio mexicano que cualquier ensayo de Octavio Paz o que cualquier libro de antropología, sociología o filosofía.

Cadáveres, cadáveres y más cadáveres aparecían incesantemente en las principales plazas del país. La violencia, la miseria y la corrupción se mezclaron entre sí para crear una sangrienta sinfonía que desangró a nuestra agonizante nación por más de siete largos años.

La represión, la pobreza y la falta de educación tornaron a la Revolución Mexicana en una engañosa válvula de escape en la que los más marginados vertieron sus efímeras esperanzas de obtener una vida mejor.

A lo largo de este periodo, el corrido cobró una enorme importancia al convertirse en un medio catártico por el cual se narraban historias, héroes, tragedias, hazañas bélicas y romances sin consumar.

Culminada la Revolución Mexicana, el país estaba hecho pedazos, no había industria y más de un millón de almas habían sido brutalmente silenciadas.

Álvaro Obregón, quien fue el verdadero triunfador de la revolución, tenía ahora en sus manos la titánica tarea de reconstruir México.

Este proceso no sólo se basó en la pacificación de la nación bajo un proceso corporativista, sino que también se apoyó en un proyecto cultural y educativo (encabezado por José Vasconcelos) que ayudaría a la forja de una identidad nacional para poder así crear y educar mexicanos que contribuyeran a la creación de una clase media que sostuviera el proyecto de nación.

El arte es producto de las contradicciones. El arte mexicano proviene (al igual que los mexicanos mismos) de un choque cultural entre lo europeo y lo mesoamericano.

José Vasconcelos caviló el concepto de “raza cósmica”, el cual establecía que el latinoamericano es el crisol de la sangre blanca, negra y amerindia, representando lo mejor de éstas y el futuro de la humanidad.

El muralismo es el máximo exponente del proyecto y visión vasconcelista. Sin embargo, en todo el arte mexicano post-revolucionario, también encontramos remembranzas y una exaltación del sincretismo cultural del cual todos los mexicanos somos hijos.

 Lo anterior explica porque todas las expresiones artísticas y culturales de México, hasta aproximadamente la década de 1980, están dotadas de un aura nacionalista que, sobre todas las cosas, resalta la mexicanidad.